Odio las grandes ferias populares. Puedo contar con los dedos de una mano las veces en las que he estado en el Corpus de Granada, o en el recinto ferial de Almería, por mencionar las que me quedan cerca. No me siento cómodo en ese trasiego de gente y con el (falso) trasfondo folclórico de la celebración. Ni la estética, ni la música, ni el ambiente general me gustan.

Pero a veces, toda esta ortodoxia sociocultural con la que se comulga se derrumba -o al menos resquebraja- por el qué dirán, por dar un paso más hacía la aceptación social. Es entonces cuando uno se cubre con la chaquetilla de alcohol o con una máscara que le tape el rictus facial.

La foto de esta entrada está tomada durante la feria de mi ciudad, pero, seguramente, la razón de la máscara de la foto tenga más que ver con lo artístico, con la creación de un impacto visual que atraiga las miradas, por mucho que las brillantes púas nos inviten a no acercarnos. La situación daba para mucho más por lo elaborado del atuendo, los reflejos, la iluminación y el propio concepto de la puesta en escena, pero la cámara del móvil no dio para más. Lástima de no haber llevado otra mejor.

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